miércoles, 26 de junio de 2019

Todas mienten.

Estos días sin auto son agridulces. Me gusta no tener que preocuparme por dar un mal giro, fallen los frenos, me caiga un camión de basura encima y me muera. Pero no me gusta convivir codo a codo con personas absortas en sí mismas. No espero que me hagan fiesta por subirme al mismo camión que ellos. Pero no sería lo peor que demostraran un ápice de vida detrás de esos ojos vidriosos.
Tomen a esta chica, por ejemplo: se paró justo a mi lado tapándome la luz, así que dejé lo que estaba haciendo y andaba ya medio-de-pie con intenciones de ceder el asiento, cuando me soltó la mirada más condescendiente de su vida (yo he recibido peores) al tiempo que decía que ya iba a bajar. OK. No esperaba un gracias, ni mucho menos. Pero, al ser la única dama de pie, me creí en posición de aligerarle la mañana. No es que estuviera cargando un millón de cosméticos en su bolso, ni que viniera saliendo de hacer guardia en el hospital donde subió al transporte, o que necesitara alguien que la rescatara. Simplemente me dijo que no y yo lo tomé como un verdadero “no, gracias, bajo en la próxima esquina”. Eso dijo, pero sin el gracias.
Por su puesto que no se bajó en la esquina siguiente y, por el contrario, siguió estoica junto a mí mientras más se poblaba el espacio con cada parada. Mintió. No sólo mintió respecto a que bajaría pronto, sino que aceptó el asiento cedido por el sujeto detrás de mí. Y, como era de esperarse, incluso yo bajé antes que ella y vi cómo se fue alejando mientras maquillaba sus mentiras. Sí llevaba como un millón de cosméticos a fin de cuentas.
Ese es el problema con esta gente: no saben cómo actuar hasta que la insistencia les dobla. Me recuerda un par de sucesos que involucran a la misma persona.
El primero ocurrió así: andaba de fiesta con mi aún esposa en no sé dónde. Lo que recuerdo es que escogimos un karaoke-bar (menos el karaoke) para tratar de relajarnos después de alguna incómoda cena por compromiso con algunos de sus amigos. Siempre terminábamos fastidiados después de ver a sus mamonas amistades y buscábamos un bar en decadencia cuando no hacíamos escala en cualquier Motel. Aquella vez se nos cruzó este disque karaoke-bar que más bien era bar para gente que venía de ver a sus amigos mamones.
Digo que no era karaoke porque no había un alma cantándole a las pantallas con letras de ritmos para baile: Lo peor que alguien puede hacer en un karaoke-bar es cantar algo para bailar.
Pero la música estaba y el ánimo en la gente no mermaba, así que muchos ya bailaban. Pensé en bailar con mi entonces mujer pues es la única persona en toda mi vida que me ha hecho sentir cómodo en la pista. Al menos no se burlaba de mí en mi cara. No con eso.
Pero su respuesta fue un férreo no. Insistí un par de veces cuando la canción cambió a una muy conocida por nosotros. De nuevo se negó. Según ella, no aguantaba los pies por usar tacones. Siempre usaba tacones porque le molestaba ser la de menos estatura entre sus mamonas amigas.
Lo dejé pasar y destapé la segunda vuelta de cervezas. En ese instante, como genio que salió de la botella, apareció este amigo que tenemos en común y que recién había despedido a su cita de esa noche. Según dijo, ya se iba cuando nos vio sentados por aquí. Como tenía tiempo sin vernos, metió a su acompañante en un taxi y le dijo que se verían después. Vino a saludar efusivo como es y, ¿qué creen? No le bastaron dos preguntas para llevarse a bailar a mi ex. La mamona incluso se quitó los tacones pues debía vivir con su mentira del dolor de pies. Igual que el maquillaje, ¿cierto?
Sólo bailaron una pieza, la devolvió entera, nos dejó su cerveza y se fue a pedir canciones. Pero el simple acto bastó para que lo dejara cantar solo un dueto que previamente había acordado con un guiño a la distancia. No estaba de humor con ninguno de los dos y me arruinaron la noche con todavía unas cuatro o cinco cervezas por delante. Ninguno de los dos entendía qué me pasaba. Yo estaba seguro que el karaoke-bar entero había atestiguado la escena y me daba la razón.
Como sea. La segunda vez que pasó exactamente lo mismo, aunque yo ya no estaba casado y había llevado a una chica maravillosa a cenar precisamente en la casa de este sujeto que bailó con mi otrora pareja hace años. Supongo que esto demuestra que la base pura de los celos estriba en qué tanto nos afecta que alguien ya no quiera hacer lo mismo con nosotros pero si con alguien más. Es un tema muy extenso para desarrollar aquí. El punto es que había llevado a esta hermosura de mujer a una comida/cena mexicana que ocurrió en dos casas separadas por una calle. En la primera, ocurriría la comida/cena; y en la segunda, la cena/baile/karaoke. Yo estaba listo. Lo había planeado durante días y estaba verdaderamente emocionado de que me acompañara esa persona en particular.
Todo ocurrió con mesura a pesar de la cantidad de mezcal en la mesa (las mesas). Cuando nos llevamos la fiesta a la casa siguiente, nadie quiso cantar de inmediato y mejor nos dedicamos a bailar. O eso pensamos que hacemos. ¿Alguna vez estado sobrios viendo a sus amigos ebrios bailar? Nadie tiene el corazón para decirles lo que pasa en realidad. Los reto.
Pues lo imaginable sucedió: invité a esta muchacha a bailar y tiernamente se negó. Aunque, como pensé que era un “no, pero insiste tantito”, lo hice. No mucho. Un par de ocasiones y, cada vez que lo mencionaba, presumía saber un paso oculto que había guardado para ese día. Mentiras, pues.
No insistí más y pensé llevar la plática a otro lado cuando este sujeto se asomó de pronto y la sacó a bailar. No acepta un no por respuesta.
Pero había muchas cosas distintas para entonces: ni mi relación con ella se asemejaba a la relación que referí en la primera ocasión; ni venía fastidiado de una cena por compromiso con gente que me caía mal y en mi sangre no había fermento de cebada, sino de agave. Así que lo dejé ser con una sonrisa; yo terminé bailando con un par de amigas y eventualmente con mi acompañante. Pero nada estaba en orden ya.
Esa es la verdadera razón que tuve para dejarle de hablar. Es real, yo dejé de hablarle y no al revés. A ella. No al otro. Él sigue siendo como es. Incluso trabajamos juntos. Pero la primera, al igual que la del relato previo y, de la misma forma que la chica que no tomó el asiento que ofrecía, todas conservan la línea de mentira con la que viven sus días. No soporto a la gente así.

lunes, 24 de junio de 2019

Lunes

Mi paso presuroso nunca se comparó con aquél de la mujer que me dejó atrás en dos ocasiones en tan corta distancia. Llamo corta distancia al trayecto que comprende el extremo del andén; subiendo las escaleras hasta los torniquetes de acceso, atravesando el túnel enmarcado por tiendas de conveniencia de todo tipo, hasta la salida a la estación de autobuses. En tiempo no me toma más de 5 minutos con prisa. Hoy intentaba mejorar mi marca por puro ocio. Jamás corro cuando tengo urgencia. La mujer en cuestión es una de tantas en el mar de cabezas delante mío que delatan su impaciencia mientras más rápido menean sus cabelleras. No presto especial atención a ninguna de ellas; mientras más pronto pueda salir del improvisado centro comercial, mejor para todos. El llamado improvisado centro comercial no es otra cosa que una larga serie de locales donde todo lo imaginable está a la venta: desde chicles por centavos hasta autos en una agencia que más bien parece burlarse de los transeúntes en su diario trajín sin esperanza. Hablando de esperanza; esta mujer que mencioné antes, se detuvo un momento en uno de esos locales, no sin antes darme un codazo pues mi pausado caminar le inquietó sobremanera: se trataba de una compacta capilla católica.
Todo aquí está compactado: hay un local que en realidad son tres consecutivos unidos por puertas, que hacen la función de centro de salud; con consultorios de nutriólogo, médico general y dentista contiguos. Lo sé pues sus enormes ventanales dan directo al pasillo del túnel que cruzo sin ganas: Una especie de zoológico para enfermos. Hace unos días, un alumno me dijo que la palabra en alemán para hospital es “krankenhaus”. Algo así como “Casa de sufrimiento”. Pinches alemanes. Ese consultorio de entrada por salida me hizo pensar en ello.
Igual de compactos desfilan ante nosotros zapaterías donde las chicas gastan sus quincenas en “flats” que deben probarse sacando las piernas del local, metiéndole prácticamente el engalanado pie a cualquiera que venga lo suficientemente distraído. Junto a ésta, hay una tienda de ropa para dama cuyo probador consiste en la destreza de la encargada que, no obstante tener que trabajar el día entero de pie, sostiene una cortina para que sus compradoras decidan qué blusón va mejor con qué leggings. La respuesta obviamente es ninguno, pero el traductor de la vendedora siempre esbozará una sonrisa al tiempo que alaba las múltiples figuras bajo su guardia. Parece hasta de mal gusto que, cruzando el pasillo del túnel, el local de abarrotes haya dispuesto de una barra y periqueras para que los comensales de burritos de horno de microondas tengan esas dos tiendas como espectáculo mórbido súper urbano.
Pero les decía de la chica que a codazos se abrió paso para entrar a uno de los locales más bizarros que me imaginara hallar en este sitio. Le digo capilla porque mi ignorancia es tal que, si es pequeña, es capilla; si es mediana, es iglesia y, si sale en la televisión, es catedral. La verdad no sé si esta sea su apropiada definición y no intento insultar a los fieles con mi desconocimiento.
Pues la chica entró súbitamente sólo para detenerse con similar estrépito ante una efigie que, acordada mi entendida incultura, ni siquiera me animaré a nombrar. Lo curioso de la escena no es la posición de la capilla: geográficamente forma un ángulo obtuso que, por un lado continúa con el fluir del túnel pero, por el otro, ofrece una salida alterna a una avenida transitada. La capilla, emulando el modelo del consultorio, derribó un par de muros y comunica la estancia frente al altar con una diminuta cafetería bajo temática religiosa. Todo decorado en diferentes tonalidades de beige y café; y pequeñas imágenes y esculturas a la venta. Aquellas más costosas indican su previa bendición en tierra santa. Por su puesto que exhiben fotografías como prueba del acto de fe.
Entonces, la niña ésta se detiene ante los pies, literalmente los pies desnudos esculpidos con pereza de algún santo, y se persigna (creo que así se escribe) antes de rezar con ojos cerrados.
Al pasar detrás de ella, noté que en ningún momento, desde el artero codazo donde solía estar mi costilla de Adán, hasta que se dedicó a rezar, despegó su celular del oído.
Aparentemente la llamada que atendía era igual o más importante que un acto que desde mi agnóstica perspectiva, merece respeto cuando no solemnidad.
Comentaba que la audaz muchacha era veloz como el demonio, ¿cierto? Bueno, al menos mencioné que caminaba tan rápido como para dejarme atrás en un par de ocasiones: aquella cuando entró a rezar como alma que lleva el diablo a expiar, y la siguiente, más adelante, al ingresar a una farmacia.
Para esa segunda escala en su trayecto, distinguí con claridad que pedía a su interlocutor que la esperara; guardó su teléfono en la bolsa del abrigo y se dirigió a los estantes para buscar no sé qué cosa.
Sea lo que fuera, le merecía más atención que ese banal trato divino que pretendía mostrar cuando casi derriba a un peatón cómplice de sus mañanas y quien terminaría inmortalizándola en estas líneas.
La mujer era bellísima si he de decir la verdad.

Clever girl

¡Jurassic Park es mi Star Wars! Esta es la frase que he utilizado no en pocas ocasiones cuando intento defender un punto desde el fanatismo....