lunes, 24 de junio de 2019

Lunes

Mi paso presuroso nunca se comparó con aquél de la mujer que me dejó atrás en dos ocasiones en tan corta distancia. Llamo corta distancia al trayecto que comprende el extremo del andén; subiendo las escaleras hasta los torniquetes de acceso, atravesando el túnel enmarcado por tiendas de conveniencia de todo tipo, hasta la salida a la estación de autobuses. En tiempo no me toma más de 5 minutos con prisa. Hoy intentaba mejorar mi marca por puro ocio. Jamás corro cuando tengo urgencia. La mujer en cuestión es una de tantas en el mar de cabezas delante mío que delatan su impaciencia mientras más rápido menean sus cabelleras. No presto especial atención a ninguna de ellas; mientras más pronto pueda salir del improvisado centro comercial, mejor para todos. El llamado improvisado centro comercial no es otra cosa que una larga serie de locales donde todo lo imaginable está a la venta: desde chicles por centavos hasta autos en una agencia que más bien parece burlarse de los transeúntes en su diario trajín sin esperanza. Hablando de esperanza; esta mujer que mencioné antes, se detuvo un momento en uno de esos locales, no sin antes darme un codazo pues mi pausado caminar le inquietó sobremanera: se trataba de una compacta capilla católica.
Todo aquí está compactado: hay un local que en realidad son tres consecutivos unidos por puertas, que hacen la función de centro de salud; con consultorios de nutriólogo, médico general y dentista contiguos. Lo sé pues sus enormes ventanales dan directo al pasillo del túnel que cruzo sin ganas: Una especie de zoológico para enfermos. Hace unos días, un alumno me dijo que la palabra en alemán para hospital es “krankenhaus”. Algo así como “Casa de sufrimiento”. Pinches alemanes. Ese consultorio de entrada por salida me hizo pensar en ello.
Igual de compactos desfilan ante nosotros zapaterías donde las chicas gastan sus quincenas en “flats” que deben probarse sacando las piernas del local, metiéndole prácticamente el engalanado pie a cualquiera que venga lo suficientemente distraído. Junto a ésta, hay una tienda de ropa para dama cuyo probador consiste en la destreza de la encargada que, no obstante tener que trabajar el día entero de pie, sostiene una cortina para que sus compradoras decidan qué blusón va mejor con qué leggings. La respuesta obviamente es ninguno, pero el traductor de la vendedora siempre esbozará una sonrisa al tiempo que alaba las múltiples figuras bajo su guardia. Parece hasta de mal gusto que, cruzando el pasillo del túnel, el local de abarrotes haya dispuesto de una barra y periqueras para que los comensales de burritos de horno de microondas tengan esas dos tiendas como espectáculo mórbido súper urbano.
Pero les decía de la chica que a codazos se abrió paso para entrar a uno de los locales más bizarros que me imaginara hallar en este sitio. Le digo capilla porque mi ignorancia es tal que, si es pequeña, es capilla; si es mediana, es iglesia y, si sale en la televisión, es catedral. La verdad no sé si esta sea su apropiada definición y no intento insultar a los fieles con mi desconocimiento.
Pues la chica entró súbitamente sólo para detenerse con similar estrépito ante una efigie que, acordada mi entendida incultura, ni siquiera me animaré a nombrar. Lo curioso de la escena no es la posición de la capilla: geográficamente forma un ángulo obtuso que, por un lado continúa con el fluir del túnel pero, por el otro, ofrece una salida alterna a una avenida transitada. La capilla, emulando el modelo del consultorio, derribó un par de muros y comunica la estancia frente al altar con una diminuta cafetería bajo temática religiosa. Todo decorado en diferentes tonalidades de beige y café; y pequeñas imágenes y esculturas a la venta. Aquellas más costosas indican su previa bendición en tierra santa. Por su puesto que exhiben fotografías como prueba del acto de fe.
Entonces, la niña ésta se detiene ante los pies, literalmente los pies desnudos esculpidos con pereza de algún santo, y se persigna (creo que así se escribe) antes de rezar con ojos cerrados.
Al pasar detrás de ella, noté que en ningún momento, desde el artero codazo donde solía estar mi costilla de Adán, hasta que se dedicó a rezar, despegó su celular del oído.
Aparentemente la llamada que atendía era igual o más importante que un acto que desde mi agnóstica perspectiva, merece respeto cuando no solemnidad.
Comentaba que la audaz muchacha era veloz como el demonio, ¿cierto? Bueno, al menos mencioné que caminaba tan rápido como para dejarme atrás en un par de ocasiones: aquella cuando entró a rezar como alma que lleva el diablo a expiar, y la siguiente, más adelante, al ingresar a una farmacia.
Para esa segunda escala en su trayecto, distinguí con claridad que pedía a su interlocutor que la esperara; guardó su teléfono en la bolsa del abrigo y se dirigió a los estantes para buscar no sé qué cosa.
Sea lo que fuera, le merecía más atención que ese banal trato divino que pretendía mostrar cuando casi derriba a un peatón cómplice de sus mañanas y quien terminaría inmortalizándola en estas líneas.
La mujer era bellísima si he de decir la verdad.

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Clever girl

¡Jurassic Park es mi Star Wars! Esta es la frase que he utilizado no en pocas ocasiones cuando intento defender un punto desde el fanatismo....